Era una mañana de enero, aunque el frío no era especialmente insoportable. Andaba por la calle con las manos en los bolsillos de la chaqueta, abrochada hasta cuello y llevaba una tupida bufanda de lana para que el aire no atravesase la barrera de ropa y llegase a rozar mi piel.
Reinaba un ambiente fantasmal. La niebla cubría todo lo que me rodeaba y sólo me permitía ver a un par de metros por delante de mí. Siempre me ha gustado la niebla, hace que todo sea diferente y le da intriga a un mundo en el que cada día parece igual que el anterior.
Pero mi mente ya no estaba en este mundo. Perdida entre pensamientos, me imaginaba todo lo que podía aparecer al otro lado de la bruma. Me encanta ver los edicios altos sobrepasar las nubes. Parecen castillos encantados de la época moderna. ¿Y si todo fuese como en los cuentos de hadas?
Por otro lado, la bruma hace que no veas lo que te rodea. Todo aquello que vemos día tras día se convierte de repente en una sorpresa al aparecer. Siempre he querido bailar entre las nubes pensando que nadie me vería. Que todos mis miedos e inseguridades serían invisibles a ojos de los demás.
Ensimismada como estaba, no me di cuenta de que había empezado a cruzar la calle. Lo único que sentí fue un fuerte golpe primero y la caída al suelo después.
Lo siguiente que recuerdo es el esfuerzo sobrehumano que tuve que hacer para levantar mis párpados que, poco a poco, dejaban entrar en mis pupilas una luz blanca y cegadora. Todo lo que veía era blanco. Estaba en una habitación de cuatro paredes completamente uniformes, sin una mancha, un mueble o un cuadro. Lo único que había era una ventana y una puerta. Al otro lado de la ventana, niebla, blanca y espesa hasta el punto de ni siquiera poder reconocer dónde estaba; la puerta, cerrada.
Palpé mi cuerpo, llevaba un pijama de hospital. Me incorporé súbitamente y miré a mi alrededor preocupada. No había nada; ni gotero, ni máquinas, ni siquiera un sillón. Me miré a mi misma, no notaba nada fuera de lo normal. Me sentí un poco mareada y volví a tumbarme. Empecé a pensar, no recordaba cómo había llegado allí, ni por qué. Me dolía la cabeza.
Al cabo de unos minutos entró un hombre en la habitación. Su rostro me resultaba familiar pero no le reconocía. Me saludó con la mano y una ligera sonrisa.
- ¿Cómo te encuentras?
- Creo que bien, pero estoy un poco desorientada. ¿Te conozco? Tu cara me resulta familiar, pero no sé quién eres.
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